—Hola, señor Cunningham.
Por lo visto, él no me oyó.
—Hola, señor Cunningham. ¿Cómo marcha su vinculación?
Estaba bien enterada de los asuntos legales del señor Cunningham; en cierta ocasión Atticus me los había explicado al detalle. El hombre, muy alto, pasó los pulgares por debajo de los tirantes de su mono. Parecía incómodo; carraspeó y apartó la mirada. Mi amistoso saludo había caído en el vacío.
El señor Cunningham no llevaba sombrero; tenía la mitad superior de la frente muy blanca, en contraste con la cara, requemada por el sol, lo cual me hizo pensar que casi siempre llevaba la cabeza cubierta. Entonces movió los pies, protegidos por gruesos zapatos de trabajo.
—¿No me recuerda, señor Cunningham? Soy Jean Louise Finch. Una vez usted nos trajo nueces, ¿se acuerda? —Yo empezaba a experimentar la sensación de ridículo que le invade a uno cuando alguien se niega a reconocernos—. Voy a la escuela con Walter —insistí—. Es su hijo, ¿verdad? ¿Verdad que lo es, señor?
El señor Cunningham se dignó hacer un leve movimiento afirmativo con la cabeza. Después de todo, me había reconocido.
—Va a mi curso y saca buenas notas. Es un buen muchacho —añadí—, un muchacho bueno de verdad. Una vez lo invitamos a comer a casa. Quizá le haya hablado de mi; en una ocasión le pegué, pero él no me guardó rencor y se portó muy bien. Salúdelo de mi parte, ¿querrá hacerlo?
Atticus decía que para ser cortés había que hablar a las personas de lo que les interesaba, no de lo que pudiera interesarnos a nosotros. El señor Cunningham no manifestó el menor interés por su hijo; en consecuencia abordé el tema de su vinculación una vez más, en un desesperado esfuerzo por hacerle sentir cómodo.
—Las vinculaciones son malas.
Le estaba aconsejando cuando empecé a darme cuenta poco a poco de que me dirigía a todos los reunidos. Todos aquellos hombres me miraban; algunos con la boca entreabierta. Atticus había dejado de importunar a Jem; ambos estaban de pie al lado de Dill. De tan atentos, parecían fascinados. Hasta el mismo Atticus tenía la boca entreabierta, actitud que en cierta ocasión nos dijo que era grosera. Nuestras miradas se encontraron, y cerró la boca.
—Verás, Atticus, acabo de decir al señor Cunningham que las vinculaciones son malas y todo lo demás, pero tú dijiste que no había que preocuparse, que a veces lleva mucho tiempo…, que lo superaríais juntos…
Poco a poco se me acabaron las palabras y me pregunté qué tontería había cometido. Al parecer, el tema de las vinculaciones sólo podía mencionarse en la sala de estar.
Noté que el sudor me cubría. Era capaz de soportarlo todo menos un grupo de personas con la mirada fija en mí. Aquellos hombres estaban absolutamente inmóviles.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Atticus no dijo nada. Miré a mi alrededor y levanté la vista hacia el señor Cunningham, cuyo rostro estaba igualmente impasible. Entonces hizo una cosa singular. Se puso en cuclillas y me cogió por los hombros.
—Jovencita, saludaré a mi hijo de tu parte —afirmó.
Luego se levantó de nuevo y agitó su enorme zarpa.
—Vámonos —gritó—. En marcha, muchachos.
Tal como habían llegado, los hombres retrocedieron con paso lento hacia sus destartalados coches. Las puertas se cerraron, los motores tosieron y unos segundos después todos habían desaparecido".